jueves, 8 de enero de 2015

La Caída de Cleopatra

- Está aquí. – dijo el soldado.
- Pues que entre. – replicó Octaviano.
La reina egipcia entró en la tienda del prínceps. Cesar Octaviano estaba sentado tras una mesa con un mapa rudimentario de Egipto sobre el que se podían distinguir sus propias milicias, además de las que estaban desertando del servicio de Marco Antonio. A Cleopatra le pareció más joven y guapo que su tío abuelo Julio César, pero las palabras de César dando a entender que Octaviano era despiadado encogían el corazón a cualquiera.


A su diestra se encontraba el hombre que había derrotado a Marco Antonio, Agripa, un tipejo feo y gordo, y a su siniestra estaba el mezquino toscano Cayo Mecenas, con una expresión que a Cleopatra le recordaba a una rata.
- ¿Qué has venido a hacer aquí? – reclamó Octaviano fríamente.
- Marco Antonio ha muerto. – dijo Cleopatra.
Era el momento de la verdad ¿Cómo reaccionaría Octaviano? ¿Sería presa del horror como César al ver la cabeza de Pompeyo? ¿Se alegraría? ¿Reaccionaría si quiera?
Puso mala cara, como si aquello no le hubiese hecho gracia, pero no hizo ademán alguno.
- ¡El poderoso Marco Antonio muerto! – intervino Mecenas – Hoy has conquistado tu parcela de la historia, Agripa. –
Agripa no hizo ademán alguno.
- Antonio era el esposo de mi hermana. – intervino Octaviano – Octavia ha quedado viuda y mi sobrina Antonia huérfana de padre. –
- Ahora ya solo quedas tú. – intervino Cleopatra, dando un paso al frente – Ahora todas las tierras de Roma son tuyas. Eres el rey del Mediterráneo… un rey sin reina… - acompañó aquellas palabras con un ademán todo lo seductor que pudo.
Octaviano ni pestañeó. ¿Había sido así como había conseguido ganarse a su tío abuelo? Al aventurero César le gustaban las mujeres osadas, desafiantes, provocadoras, y lo había pagado bien caro.
Pero aquello había sido mucho tiempo atrás, cuando Cleopatra era una mujer joven, fresca, voluptuosa. César era un veterano de mil batallas y ella una mujer de poco más de XX años. Ahora los años, los vicios y los partos habían estropeado a aquella mujer. Y Octaviano ya tenía su reina, la despiadada y astuta Livia, a la que los partos no habían estropeado.
- Ya tengo una esposa. – dijo Octaviano – César se deshizo de ti para volver con Calpurnia, pero creo que mi Livia no sería tan comprensiva como Calpurnia. –
A Cleopatra se le heló la sangre.
- En estos momentos – dijo Mecenas – controlamos todo Egipto, y Alejandría no resistirá mucho con tantas deserciones. –
- A los romanos no les apetece luchar por alguien como tú. – dijo Octaviano – Y todos hemos visto de lo que es capaz tu ejército. –
«De absolutamente nada» se entendía en las palabras de Octaviano.
- César fue piadoso con los vencidos. – prosiguió Octaviano – Así que tanto tú como tu hijo Cesarión pasaréis a ser huéspedes del pueblo de Roma. –
«Si, huéspedes de un monstruo sin sangre como tú. Y trofeo para esa ramera de tu esposa» No iba a darle ese placer.

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