miércoles, 17 de junio de 2015

Perros

Aquel viernes había nevado mucho en la ciudad de Sofía, así que a Marta le llevó un buen rato llegar a casa de Pedro. No solo por la cantidad de nieve acumulada en la calle, ya llevaba seis años trabajando como asesora del embajador español en Bulgaria y se había acostumbrado al clima desfavorable. El verdadero problema era que a cada cruce tenía miedo de encontrarse con una manada de perros callejeros, en la ciudad había muchos perros callejeros y una de las pocas cosas que Marta sabía de los países balcánicos cuando llegó a Sofía era que en Rumanía todos los inviernos los perros callejeros se comían a varias personas sin techo. La idea de que pasar algo similar en Bulgaria se había instalado en su subconsciente y la atenazaba.


Cuando llegó a casa de Pedro, ya habían llegado varios de los comensales, entre ellos dos nuevos españoles llegados desde Zaragoza para trabajar en un proyecto de centro comercial. Aquel era el ritual: todos viernes un grupo de españoles se reunía en la casa de uno para comer, hablar y matar la nostalgia. Aquella semana era en casa de Pedro, un ingeniero de caminos que trabajaba en la construcción de una red de trenes y que tenía por costumbre hacer paella.

Durante la comida, los recién llegados preguntaron mucho a Marta por cómo afrontar la situación del centro comercial. “En Bulgaria hay mucha corrupción –les dijo Marta –, así que haceros a la idea de que habrá que hacer favores a algún dignatario. Podéis venir a pedirme ayuda, pero el embajador no hará gran cosa.” “El embajador solo sabe de restaurantes, cócteles y los intereses de las empresas de IBEX –dijo Pedro –. Marta es la que hace casi todo en la embajada.” “¿Y no ha pensado en hacer oposiciones para embajadora?” susurró una chica recién llegada. “Las hice y superé hace dos años –dijo Marta –. Pero fue sin plaza y a nadie le interesa promover la carrera de una funcionaria de 50 años. Además el embajador se niega a concederme un traslado, sabe que no puede hacer las cosas por sí solo.” “Por lo que me han comentado –sugirió la chica de Zaragoza –, este año se convocarán plazas dentro del ministerio de exteriores. A lo mejor puedes optar a alguna.”

Marta no se sentía optimista a ese respecto, pero al día siguiente fue a revisar la convocatoria de plazas y encontró que habría plazas vacantes en Holanda y Suiza. No le importaban los relojes ni los porros, pero la idea de perder de vista aquellas manadas de perros era demasiado tentadora.

Tuvo que repetir el examen de leyes y el embajador se negó a darle una excedencia para prepararse, pero Marta estudió en sus ratos muertos y aprovechó que seguía en la embajada para ayudar como pudo a los zaragozanos con su centro comercial.

Tras el cierre de las convocatorias, Marta volvió a perder la oportunidad de ser embajadora, pero consiguió el puesto de cónsul en la ciudad de Breda, Holanda.


Los demás españoles de la ciudad le dieron una gran cena de despedida y en dos meses estaba en su nueva residencia. Muy pronto recibió un mail de Pedro, contándole que el centro comercial de los zaragozanos no había podido abrirse. Sintió pena por ellos y nostalgia de las paellas valencianas de Pedro, pero por fin había perdido de vista a los malditos perros.

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