lunes, 22 de junio de 2015

Hija de un demonio

En la joven vida de Mion había un secreto que la marcaba irremisiblemente: era hija de una madre humana que se había unido a uno de los seres que los nipones llaman Kami u Oni. Desde pequeña, su madre había intentado consolarla contándole que aquellas criaturas eran seres mágicos nativos de la Tierra del Sol Naciente que siempre habían vivido allí. Que la clasificación de “demonios” solo se debía a la presencia de los sacerdotes cristianos, que denostaban todo aquello que no se inclinara ante ellos.


Pero Mion no era tonta, sabía que la referencia de demonios era solo referente a los Oni, los kami eran definidos como “dioses”, aunque aquella definición no era muy exacta. Y su padre era uno oni, un oni que había puesto un sello que ejercía un control sobre sus acciones.

Y es que Mion había heredado una parte del poder del oni, una especie de poder mágico que, sin ser una maldición ni una bendición, daba a Mion ciertas capacidades especiales, una especie de don innato para la magia.

Su madre nunca había protestado por aquel sello, después de todo servía para controlar el tremendo poder incipiente de la niña. Pero ya no era una niña, ya no tenían de defenderla contra sí misma. Quería lo que quiere cualquiera: ser la dueña de su propia vida.

Por eso se dirigió al lugar llamado Yomi, nombre que podría ser traducido como “infierno”. Aunque esta traducción tampoco es exacta, ya que el Yomi o Jigoku era más bien el otro mundo donde reposan las almas de la fe shinto. Retirándose con el paso del tiempo, la mayor parte de los oni se habían refugiado en el yomi.

Llegar hasta allí no fue difícil para alguien versado en la magia como ella, pero nada más alcanzar la entrada del yomi (que no era lo que se dice un ligar agradable) comenzaban los problemas en forma de un montón oni que Mion no tenía reparo en llamar “demonios”.

Tenía que deshacerse de ellos, a unos los despachó a estocadas con una naginata y a otros los engañó con ardides. Por fortuna para ella, Mion no tuvo que afrontar el viaje por aquel lúgubre lugar sola pues contaba con la ayuda del artero espíritu de una zorra, más astuta y versada que la mayor parte de los oni.

Todo hasta llegar a la presencia del poderoso Enma-ho, regidor del Yomi, una especie de rey del otro mundo. Anciano, sabio y cruel, no había consenso sobre el aspecto de Enma-ho a parte de su forma humanoide.

- ¿Qué haces en mis dominios, niña? –reclamó Enma-ho –Aunque lleves la sangre de un oni, no te ha llegado la hora.

Mion tuvo que hacer un esfuerzo para mantener la compostura. Ahora ya no contaba con la ayuda de la zorra, ni con la de nadie, y estaba frente a uno de los más temidos señores de la magia de la cosmogonía shinto. 

- Mi nombre es Okumichi Mion –dijo todo lo solemne que pudo –, hija de Okumichi Hotaru y del oni Kombumaru. He venido a solicitar una audiencia con mi padre.

- ¿Y por qué vienes al Jigoku para ver a tu padre? –prosiguió, pedante, Enma-ho –¿Por qué no lo invocas en la tierra de la luz dónde vives?

Mala pregunta: su padre siempre acudía a las invocaciones, no podía decir que fuera un progenitor poco solícito, pero también era una pregunta previsible. 

Porqué he venido a desafiar a mi padre –replicó Mion –, cosa que solo tiene auténtico sentido en su terreno.

Enma-ho pareció sopesar la respuesta con altanería, como quien escucha los versos de un poeta novato o contempla las formas de un aprendiz en artes marciales. Mion sintió una mezcla de terror e indignación. ¿Quién se creía que era aquel monstruo decrépito? Enma-ho. 
- En ese caso –dijo al fin –, si Kombumaru considera que debe aceptar ese desafío, aparecerá por sí mismo.

Menos de cinco minutos después de esas palabras, la contundente forma de Kombumaru emergió de entre las formas. Humanoide, cubierto por frondes las algas que le daban nombre y, en cierto modo, apuesto. Kombumaro era un oni de las aguas, una especie de criatura acuática.

Por ello, la relación padre hija nunca había sido tan cercana como a Mion le habría gustado, a pesar de que su padre siempre acudía a sus invocaciones, iba a visitarla cada cierto tiempo (no había faltado a uno solo de sus cumpleaños), le daba consejos, la ayudaba con la magia e incluso pasaba una especie de pensión a su madre.

Habían pasado dos meses desde su último encuentro, en el décimo sexto cumpleaños de Mion, y las cosas habían estado tensas desde entonces. 

- Has venido, hija –fue el saludo de Kombumaru –, tenía la esperanza de que no vinieras hasta mí. Veo que eres tan cabezota como tu madre, y que has tenido ayuda. 

- Si –reconoció Mion –, he tenido la ayuda del espíritu de una zorra a la he hice un favor en vida. Son seres ladinos pero agradecidos. 

- No lo bastante como para revelar a un humano la ubicación de la entrada del Jigoku. –replicó Kombumaru. 

- En occidente se suele hablar de la hermandad entre el sueño y la muerte –dijo Mion alzándose de hombros –. De eso y de tus historias deduje que una de las entradas al Jigoku se encontraría en las regiones de los sueños donde pacen los bakus, comedores de sueños. 

¿Y a qué has venido, hija? –prosiguió Kombumaru, envolviéndose en el alga con una cara extrañamente contrariada. 

- He venido a desafiarte, padre. –replicó Mion. 

- ¿Desafiarme en qué sentido? –preguntó Kombumaru.

Mion sintió que se irritaba, su padre no solía hacer semejantes comentarios innecesarios, pero tampoco podía dejarse cegar por la ira. 

- Lo sabes perfectamente. –dijo. 

La cara que puso Kombumaru demostró que Mion había utilizado las palabras correctas.

- ¿Y en qué deseas desafiarme? –fue la réplica lapidaria de Kombumaru. 

- Una partida al ajedrez –replicó Mion –. Tú me enseñaste a jugar. 

- ¿Qué deseas que haga si me ganas?

Mion tuvo que hacer un esfuerzo para no contestar de malas maneras. 
- Que elimines el sello que has puesto en mí –replicó –. Y el control completo sobre mi alma que me corresponde por derecho.

Con gesto grave, pero atrapado, Kombumaru asintió.

El tablero de ajedrez apareció cerca de ellos por el debido arte de magia, Kombumaru tuvo el color blanco por ser el retado y Mion el negro como retadora.

Las primeras jugadas fueron tímidas y un tanto torpes. Quizá Kombumaru se habría podido beneficiar de la inseguridad de Mion, pero daba la impresión de estar tenso, como si el movimiento de las piezas que tan bien se le habían dado siempre ahora se hubiese tornado doloroso o pesado.

Pronto Mion recuperó su seguridad en sí misma y volvió a jugar de forma eficiente y retorcida. Eso hizo que Kombumaru recuperara una parte de su habitual talento. Ante los ojos de Enma-ho, las piezas interpretaban la oscura y familiar danza que hacía a Kombumaru uno de los jugadores más temibles de Jigoku. Era como si el oni estuviese jugando contra un espejo.

Y el reflejo era brillante, lo bastante como para arrinconar al maestro. En situación desfavorable, Kombumaru lanzó una mirada oscura a su hija y movió arriesgadamente su rey. Mion hizo un gran esfuerzo por mantener la sobriedad y movió su caballo para favorecer un alfil.

Kombumaru sonrió maliciosamente y movió su última torre para contraatacar. Ante eso, Mion reubicó a su reina para reforzar a su caballo. Entonces, Kombumaru volvió a mover su rey.

Mion comprendió que su padre estaba tratando de atraerla a una jugada imprudente o a forzar las tablas. Resolvió no hacer una cosa ni la otra: colocó al caballo entre el rey y la torre de su padre, jaque a la torre y el rey aislado. El rey derribó al caballo y el alfil de Mion a la torre. El rey de Kombumaru estaba atrapado entre un alfil y una reina, a los que no tardó en sumarse un peón.

Las siguientes cuatro fintas fueron tan magistrales como inútiles, Mion tomó el rey blanco de su padre y, alzándolo, sintió una extraña sensación de ligereza y de vértigo. Al principio temió que su padre hubiera ejecutado un hechizo contra ella, pero aquello iría contra todas las reglas. Era el sentimiento de la libertad.

La libertad de un sello que comenzaba a desaparecer. 
- Con Enma-ho como testigo –comenzó Kombumaru a medio paso entre herido y satisfecho –declaro que, comenzando ahora y siguiendo durante unos dos meses, el sello que puse sobre ti. Será un proceso largo, pero saldrá adelante.

Aquellas palabras fueron extrañamente dolorosas para Mion. Hacía tiempo que la libertad y el control real sobre si misma eran lo que más deseaba, pero Kombumaru no había sido tan mal padre ni maestro y ella se estaba apartando de su sombra paternal. 
- Ahora, niña –dijo severamente Enma-ho –, ya tienes lo que querías. Vuelve por donde has venido.

Así lo hizo Mion, que no tardó en encontrarse con su aliado el espíritu de la zorra en la región del linde de los sueños.

Kombumaru permaneció contemplando como se alejaba durante un buen rato. 

- Sabías que este día llegaría. –le dijo Enma-ho. 

- ¿Lo sabía? –gruñó Kombumaru. 

- Ha pasado muchas veces –replicó distante Enma-ho –: los kami y los oni procrean con los humanos y se encariñan con los retoños. Los cuidan y los protegen. Pero los humanos viven poco, y los retoños crecen pronto. 

- ¡Ya sabía que Mion crecería! –protestó Kombumaru. 

-  Pero creías que podías prorrogarlo –prosiguió Enma-ho –, creías que seguiría siendo tu niñita mucho más tiempo. Pero ha crecido y se ha convertido en una mujer: una mujer que ha venido en busca de la libertad que no necesitaba cuando era una niña.

Algo se rompió dentro de Kombumaru al escuchar aquello. Y el dolor se debía a la verdad que dormía en aquellas palabras: su pequeñita había crecido, ya no era la cosita que había acunado años atrás. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario