En la joven vida de Mion había un secreto que
la marcaba irremisiblemente: era hija de una madre humana que se había unido a
uno de los seres que los nipones llaman Kami
u Oni. Desde pequeña, su madre había
intentado consolarla contándole que aquellas criaturas eran seres mágicos
nativos de la Tierra del Sol Naciente que siempre habían vivido allí. Que la
clasificación de “demonios” solo se debía a la presencia de los sacerdotes
cristianos, que denostaban todo aquello que no se inclinara ante ellos.
Pero Mion no era tonta, sabía que la
referencia de demonios era solo referente a los Oni, los kami eran
definidos como “dioses”, aunque aquella definición no era muy exacta. Y su padre
era uno oni, un oni que había puesto un sello que ejercía un control sobre sus
acciones.
Y es que Mion había heredado una parte del
poder del oni, una especie de poder
mágico que, sin ser una maldición ni una bendición, daba a Mion ciertas
capacidades especiales, una especie de don innato para la magia.
Su madre nunca había protestado por aquel
sello, después de todo servía para controlar el tremendo poder incipiente de la
niña. Pero ya no era una niña, ya no tenían de defenderla contra sí misma.
Quería lo que quiere cualquiera: ser la dueña de su propia vida.
Por eso se dirigió al lugar llamado Yomi, nombre que podría ser traducido
como “infierno”. Aunque esta traducción tampoco es exacta, ya que el Yomi o Jigoku era más bien el otro mundo donde reposan las almas de la fe
shinto. Retirándose con el paso del tiempo, la mayor parte de los oni se habían refugiado en el yomi.
Llegar hasta allí no fue difícil para alguien
versado en la magia como ella, pero nada más alcanzar la entrada del yomi (que
no era lo que se dice un ligar agradable) comenzaban los problemas en forma de
un montón oni que Mion no tenía reparo en llamar “demonios”.
Tenía que deshacerse de ellos, a unos los
despachó a estocadas con una naginata y a otros los engañó con ardides. Por
fortuna para ella, Mion no tuvo que afrontar el viaje por aquel lúgubre lugar
sola pues contaba con la ayuda del artero espíritu de una zorra, más astuta y
versada que la mayor parte de los oni.
Todo hasta llegar a la presencia del poderoso
Enma-ho, regidor del Yomi, una especie de rey del otro mundo. Anciano, sabio y
cruel, no había consenso sobre el aspecto de Enma-ho a parte de su forma
humanoide.
- ¿Qué haces en mis dominios, niña? –reclamó Enma-ho –Aunque lleves la
sangre de un oni, no te ha llegado la hora.
Mion tuvo que hacer un esfuerzo para mantener
la compostura. Ahora ya no contaba con la ayuda de la zorra, ni con la de
nadie, y estaba frente a uno de los más temidos señores de la magia de la
cosmogonía shinto.
- Mi nombre es Okumichi Mion –dijo todo lo solemne que pudo –, hija de
Okumichi Hotaru y del oni Kombumaru. He venido a solicitar una audiencia con mi
padre.
- ¿Y por qué vienes al Jigoku para ver a tu padre? –prosiguió, pedante,
Enma-ho –¿Por qué no lo invocas en la tierra de la luz dónde vives?
Mala pregunta: su padre siempre acudía a las
invocaciones, no podía decir que fuera un progenitor poco solícito, pero
también era una pregunta previsible.
- Porqué he venido a desafiar a mi padre –replicó Mion –, cosa que solo
tiene auténtico sentido en su terreno.
Enma-ho pareció sopesar la respuesta con
altanería, como quien escucha los versos de un poeta novato o contempla las
formas de un aprendiz en artes marciales. Mion sintió una mezcla de terror e
indignación. ¿Quién se creía que era aquel monstruo decrépito? Enma-ho.
- En ese caso –dijo al fin –, si Kombumaru considera que debe aceptar
ese desafío, aparecerá por sí mismo.
Menos de cinco minutos después de esas
palabras, la contundente forma de Kombumaru emergió de entre las formas.
Humanoide, cubierto por frondes las algas que le daban nombre y, en cierto
modo, apuesto. Kombumaro era un oni de las aguas, una especie de criatura
acuática.
Por ello, la relación padre hija nunca había
sido tan cercana como a Mion le habría gustado, a pesar de que su padre siempre
acudía a sus invocaciones, iba a visitarla cada cierto tiempo (no había faltado
a uno solo de sus cumpleaños), le daba consejos, la ayudaba con la magia e
incluso pasaba una especie de pensión a su madre.
Habían pasado dos meses desde su último
encuentro, en el décimo sexto cumpleaños de Mion, y las cosas habían estado
tensas desde entonces.
- Has venido, hija –fue el saludo de Kombumaru –, tenía la esperanza de
que no vinieras hasta mí. Veo que eres tan cabezota como tu madre, y que has
tenido ayuda.
- Si –reconoció Mion –, he tenido la ayuda del espíritu de una zorra a
la he hice un favor en vida. Son seres ladinos pero agradecidos.
- No lo bastante como para revelar a un humano la ubicación de la
entrada del Jigoku. –replicó Kombumaru.
- En occidente se suele hablar de la hermandad entre el sueño y la
muerte –dijo Mion alzándose de hombros –. De eso y de tus historias deduje que
una de las entradas al Jigoku se encontraría en las regiones de los sueños
donde pacen los bakus, comedores de sueños.
- ¿Y a qué has venido, hija? –prosiguió Kombumaru, envolviéndose en el
alga con una cara extrañamente contrariada.
- He venido a desafiarte, padre. –replicó Mion.
- ¿Desafiarme en qué sentido? –preguntó Kombumaru.
Mion sintió que se irritaba, su padre no solía
hacer semejantes comentarios innecesarios, pero tampoco podía dejarse cegar por
la ira.
- Lo sabes perfectamente. –dijo.
La cara que puso Kombumaru demostró que Mion
había utilizado las palabras correctas.
- ¿Y en qué deseas desafiarme? –fue la réplica lapidaria de Kombumaru.
- Una partida al ajedrez –replicó Mion –. Tú me enseñaste a jugar.
- ¿Qué deseas que haga si me ganas?
Mion tuvo que hacer un esfuerzo para no
contestar de malas maneras.
- Que elimines el sello que has puesto en mí –replicó –. Y el control
completo sobre mi alma que me corresponde por derecho.
Con gesto grave, pero atrapado, Kombumaru
asintió.
El tablero de ajedrez apareció cerca de ellos
por el debido arte de magia, Kombumaru tuvo el color blanco por ser el retado y
Mion el negro como retadora.
Las primeras jugadas fueron tímidas y un
tanto torpes. Quizá Kombumaru se habría podido beneficiar de la inseguridad de
Mion, pero daba la impresión de estar tenso, como si el movimiento de las
piezas que tan bien se le habían dado siempre ahora se hubiese tornado doloroso
o pesado.
Pronto Mion recuperó su seguridad en sí misma
y volvió a jugar de forma eficiente y retorcida. Eso hizo que Kombumaru
recuperara una parte de su habitual talento. Ante los ojos de Enma-ho, las
piezas interpretaban la oscura y familiar danza que hacía a Kombumaru uno de
los jugadores más temibles de Jigoku. Era como si el oni estuviese jugando
contra un espejo.
Y el reflejo era brillante, lo bastante como
para arrinconar al maestro. En situación desfavorable, Kombumaru lanzó una
mirada oscura a su hija y movió arriesgadamente su rey. Mion hizo un gran
esfuerzo por mantener la sobriedad y movió su caballo para favorecer un alfil.
Kombumaru sonrió maliciosamente y movió su
última torre para contraatacar. Ante eso, Mion reubicó a su reina para reforzar
a su caballo. Entonces, Kombumaru volvió a mover su rey.
Mion comprendió que su padre estaba tratando
de atraerla a una jugada imprudente o a forzar las tablas. Resolvió no hacer
una cosa ni la otra: colocó al caballo entre el rey y la torre de su padre,
jaque a la torre y el rey aislado. El rey derribó al caballo y el alfil de Mion
a la torre. El rey de Kombumaru estaba atrapado entre un alfil y una reina, a
los que no tardó en sumarse un peón.
Las siguientes cuatro fintas fueron tan magistrales
como inútiles, Mion tomó el rey blanco de su padre y, alzándolo, sintió una
extraña sensación de ligereza y de vértigo. Al principio temió que su padre
hubiera ejecutado un hechizo contra ella, pero aquello iría contra todas las
reglas. Era el sentimiento de la libertad.
La libertad de un sello que comenzaba a
desaparecer.
- Con Enma-ho como testigo –comenzó Kombumaru a medio paso entre herido
y satisfecho –declaro que, comenzando ahora y siguiendo durante unos dos meses,
el sello que puse sobre ti. Será un proceso largo, pero saldrá adelante.
Aquellas palabras fueron extrañamente
dolorosas para Mion. Hacía tiempo que la libertad y el control real sobre si
misma eran lo que más deseaba, pero Kombumaru no había sido tan mal padre ni
maestro y ella se estaba apartando de su sombra paternal.
- Ahora, niña –dijo severamente Enma-ho –, ya tienes lo que querías.
Vuelve por donde has venido.
Así lo hizo Mion, que no tardó en encontrarse
con su aliado el espíritu de la zorra en la región del linde de los sueños.
Kombumaru permaneció contemplando como se
alejaba durante un buen rato.
- Sabías que este día llegaría. –le dijo Enma-ho.
- ¿Lo sabía? –gruñó Kombumaru.
- Ha pasado muchas veces –replicó distante Enma-ho –: los kami y los oni
procrean con los humanos y se encariñan con los retoños. Los cuidan y los
protegen. Pero los humanos viven poco, y los retoños crecen pronto.
- ¡Ya sabía que Mion crecería! –protestó Kombumaru.
- Pero creías que podías prorrogarlo –prosiguió Enma-ho –, creías que
seguiría siendo tu niñita mucho más tiempo. Pero ha crecido y se ha convertido
en una mujer: una mujer que ha venido en busca de la libertad que no necesitaba
cuando era una niña.
Algo se rompió dentro de Kombumaru al
escuchar aquello. Y el dolor se debía a la verdad que dormía en aquellas
palabras: su pequeñita había crecido, ya no era la cosita que había acunado
años atrás.
No hay comentarios:
Publicar un comentario